ÉRASE UNA VEZ: Enoch Soames, de Max Beerbohm, por Melquíades Walker
Enoch Soames es el título de un cuento del escritor británico Max
Beerbohm, el cual hace referencia al personaje principal de esta historia
publicada originalmente en la edición de The
Century Magazine de mayo 1916, siendo incluida en 1919 en la antología de
Beerbhom titulada Seven Men (Siete hombres). Enoch Soames es una
magnífica sátira repleta de humor británico sobre los escritores mediocres y
sus esfuerzos denodados por encontrar su sitio en el Parnaso de la fama. Esta
narración tragicómica tiene ciertos rasgos caricaturescos y el autor se sirve
tanto de elementos fantásticos como de ciencia ficción que van desde los viajes
en el tiempo hasta el pacto con el Diablo. Para ello Beerbhom utiliza su fino y
sarcástico sentido del humor con la finalidad de combinar la realidad y la
ficción sin salirse del realismo y utilizando lo imaginado con bastante naturalidad,
incluyéndose a sí mismo en la historia como un personaje relevante, pues nada
menos que es el narrador testigo y partícipe de los acontecimientos, al igual
que a otra figura real, el pintor, dibujante y escritor de arte William
Rothenstein contemporáneo suyo, quien realizó un retrato imaginario de Enoch
Soames, el cual es nombrado en la misma narración. Pero su fidelidad a la
veracidad no sólo se queda en estas simulaciones, sino que Beerbhom no evitó
las referencias a sucesos y lugares coetáneos a 1897 y él mismo, magnífico
caricaturista, realizó un dibujo de su personaje basado en el trabajo de
Rothenstein.
La
historia se desarrolla a finales del siglo XIX, en la ciudad de Londres, donde
Beerbohm conoce a un hombre que define como borroso y gris quien dice haber
escrito tres libros de los que había vendido muy pocos ejemplares, un hombre
cuya única virtud era pasar desapercibido de lo que simulaba no sentirse
afectado en modo alguno, sin embargo eso es todo mentira, como lo demuestra el
hecho de que llegue a pactar con el Diablo para que le permita viajar al futuro
y poder comprobar en la Biblioteca de Londres si su nombre llegará a
registrarse en la posteridad… Pero todo viaje tiene un precio y unas
consecuencias…
Max
Beerbohm, Sir Henry Maximilian Beerbohm, nació en la ciudad de Londres el 24 de
agosto de 1872 y falleció en 1956 en Rapallo, una población de la costa ligur
cercana a Génova, donde residía desde su boda. Fue un notable ensayista, caricaturista
y narrador, cuyas obras más conocidas son la novela Zuleika Dobson, la colección de caricaturas Caricatures of Twenty-five Gentlemen y el libro de narraciones Seven Men, de 1919, considerado su obra
maestra y donde aparece el cuento Enoch
Soames. Hombre de gustos refinados y bastante vividor, poseía un agudo y
punzante humor que utilizaba en todos sus trabajos para ridiculizar y parodiar
a los famosos aburguesados, artificiales y pretenciosos de su época.
Enoch Soames, de Max
Beerbohm
Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo
un libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre
de SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban
todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo
recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del
señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.
De ahí que la omisión descubierta por mí
fuese la evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella
alguna en la literatura de su década.
Creo que soy la única persona que lo notó...
¡tan lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si
hubiera conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi
memoria, como los demás, para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es
cierto que si las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás
habría celebrado el pacto que yo le vi celebrar... ese extraño pacto cuyos
resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis
recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en
toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.
No es la compasión, sin embargo, lo que me
impulsa a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría
inclinado a no mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los
muertos. Pero, ¿cómo escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más
bien, ¿cómo disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero
tarde o temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que
no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga
ahora.
Durante los cursos del verano de 1893 un
prodigio del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en
el suelo. Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra
cosa. ¿De dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will
Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en
litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era urgente.
Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían “posado”
humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran en
dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y
dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún
años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio.
Desbordante de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt.
Conocía a todo el mundo en París. Los conocía a todos de memoria. Era París en
Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su selección de profesores,
incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo
el día en que yo fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era
menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre nosotros una
amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y
más valiosa para mí.
Al término del curso, Rothenstein se
estableció o más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí
por primera vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé
relación con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue
Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven
cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía
de Rothenstein hice mi primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en
otro reino de la inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café
Royal. Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante perspectiva de
dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos espejos y
erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el
pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente
cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las fichas de
dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis adentros:
—Esto, sin duda, es la vida.
Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que
conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de
nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que
ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de
estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar
la atención de Rothenstein. Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con
expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una
disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado,
de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos.
Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al
abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto
de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más
frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época
—y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su
aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un
sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una
capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a
ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para
él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre
fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.
El hombre borroso se acercaba nuevamente a
nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.
—Usted no me recuerda —dijo con voz
inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.
—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un
momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.
—Enoch Soames —dijo Enoch.
—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a
entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el
apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted
allí. En el Café Groche.
—Y una vez yo fui a su estudio.
—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus
cuadros, ¿recuerda? ... Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me extrañó que después de este monosílabo el
señor Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal
obtuso, como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya.
Se me ocurrió que hambriento era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento
de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque
no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez
sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la capa con un
gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía interpretarse como un desafío
lanzado al mundo en general. Y pidió un ajenjo.
—Je me bens toujours fidéle —le dijo a
Rothenstein— à la sorcière glauque.
—Le hará mal —respondió secamente
Rothenstein.
—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce
monde il n’y a ni de bien ni de mal.
—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere
decir?
—Lo expliqué todo en el prefacio de
Negaciones.
—¿Negaciones?
—Sí. Le di un ejemplar.
—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted,
por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?
—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte
existen el bien y el mal. Pero en la Vida... no. Liaba un cigarrillo.
Tenía manos débiles y blancas, no del todo limpias, con las puntas de los dedos
manchadas por la nicotina.
—En la Vida existe la ilusión del bien y del
mal, pero...
Su voz decreció a un murmullo en que las
palabras vieux jeu y rococo fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco,
pensaba que no se estaba haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein
señalara las falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y
dijo:
—Parlons d’autre chose.
¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me
pareció. Yo era joven y me faltaba la claridad de juicio que ya poseía
Rothenstein. Soames era cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además,
había escrito un libro.
Haber escrito un libro era algo portentoso.
Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo
habría reverenciado a Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de
reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le
pregunté si podía saberse qué clase de obra era.
—Mis poemas —respondió.
Rothenstein le preguntó si ése sería el
título del libro. El poeta meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba
no ponerle título alguno.
—Si un libro vale por sí mismo... —murmuró,
moviendo el cigarrillo en semicírculo. Rothenstein objetó que la falta de
título podría perjudicar la venta. — Si yo entro en una librería —explicó— y
digo sencillamente: “¿Tienen ustedes?”, o bien: “¿Tienen un ejemplar de?” ¿cómo
sabrán lo que quiero?
—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la
tapa —replicó Soames seriamente—. Y me gustaría —añadió mirando con fijeza a
Rothenstein—, me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.
Rothenstein admitió que era una excelente idea,
y agregó que pensaba viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró
su reloj, comprobó, con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la
adición y se marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a
la hechicera glauca.
—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar
su retrato?
—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a
un hombre que no existe?
—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó
en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era inexistente.
Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le
pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones. Admitió haberlo
hojeado.
—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo
entender nada de literatura.
Reserva muy característica de la época. Los
pintores de entonces se negaban a admitir que alguien, fuera de su propia
cofradía, tuviese el derecho de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en
las tablillas que trajo Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas
limitaciones. Si otras artes distintas de la pintura no eran completamente
incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la
doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez.
De ahí que ningún pintor arriesgara una
opinión sobre un libro sin advertir, por lo menos, que su opinión carecía de
valor. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein; pero en aquella época
habría sido imprudente recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su
ayuda para formarme un juicio sobre Negaciones.
En aquellos días, no comprar un libro a cuyo
autor acababa de conocer personalmente, habría sido para mí un imposible
renunciamiento. Cuando regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había
procurado un ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la
mesa de mi cuarto, y cada vez que alguno de mis amigos lo levantaba para
preguntarme de qué trataba, le respondía:
—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha
escrito un hombre a quien conozco. Pero nunca alcancé a explicar
exactamente “de qué trataba”. Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni
pies ni cabeza. En el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo
laberinto del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.
“Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy
cerca... más cerca.
“La vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre
se encuentran, sino solamente la tela. Es por esto que soy Católico en la
iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho teja lo que la
lanzadera del Capricho quiere.” Éstas eran las frases iniciales del prefacio,
pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación venía
“Stark”, un cuento sobre una midinette que, según alcancé a entender, había
asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía un cuento de
Catulle Mendès en que el traductor hubiera salteado o eliminado una frase de
cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa Úrsula, que en mi opinión carecía
de “chispa”. Después, algunos aforismos (titulados aforismata).
En conjunto, a decir verdad, había una gran
variedad de formas. Y esas formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era
más bien el contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté,
algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero
enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a
Soames el beneficio de la duda. Yo había leído L’Après-midi d’un faune sin
extraerle una pizca de significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un
Maestro. ¿Cómo sabía yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta
musicalidad, que sin duda no alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé,
tuviera la facultad de persistir en la memoria y, acaso, un significado tan
profundo como la del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus
poemas con ánimo libre de prejuicios. Y después de encontrármelo por
segunda vez, los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de
enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual
estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo
miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo
reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije
echando un vistazo al libro abierto:
—Veo que lo he interrumpido.
Y estaba por seguir mi camino, pero Soames
respondió con su voz inexpresiva:
—Prefiero ser interrumpido.
Me indicó con un gesto que me sentara, y yo
obedecí.
Le pregunté si a menudo leía en ese lugar.
–Sí. Esta
clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del libro: Poemas
de Shelley.
—¿Es algo que usted realmente...? —Iba a
decir ¿”admira”? Pero cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me
alegré, porque él dijo con inusitado énfasis:
—Es algo de segunda categoría.
Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:
—Desde luego; es muy desigual.
—Yo diría que lo malo es justamente su
igualdad. Una igualdad mortal, Por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar
quiebra el ritmo. Aquí es tolerable. Soames alzó el libro y lo Hojeó. Se
echó a reír. La risa de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto
de alegría que brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos
se iluminarán.
—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre
la mesa—. ¡Y qué país! —añadió.
Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su
opinión Keats no había superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el
espacio. Admitió que “había algunos pasajes en Keats”, pero no los mencionó. De
“los viejos”, como los llamaba, el único que le gustaba era Milton. “Milton
—dijo— no era sentimental.” Y además: “Milton tenía una oscura visión
interior”. Y por fin:
—Siempre puedo leer a Milton en la sala de
lectura.
—¿La sala de lectura?
—Del Museo Británico. Voy todos los días.
—¿De veras? Yo sólo estuve una vez. Me
pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que... que le resta
vitalidad a uno.
—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la
propia vitalidad, tanto más sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente
grande. Yo vivo cerca del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.
—¿Y va a la sala de lectura para leer a
Milton?
—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton
—certificó— quien me convirtió al Diabolismo.
—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con
esa vaga incomodidad y ese intenso deseo de ser cortés que experimenta uno
cuando un hombre le habla de su propia religión—. ¿Usted... adora al Demonio?
Soames meneó la cabeza.
—No se trata de adoración —calificó,
sorbiendo su ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.
—Ah, sí... Pero yo creí entender por el
prefacio de Negaciones que usted era... católico.
—Je t’étais á cette époque. Quizá lo sea aún.
Sí, soy un Diabolista Católico.
Hizo esta profesión de fe con tono casi
precipitado. Advertí que lo que prevalecía en su espíritu era el hecho de que
yo había leído Negaciones. Sus ojos opacos habían brillado por primera vez.
Tuve la impresión de que iba a ser examinado, viva voce, sobre el tema en que
me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían sus
poemas.
—La semana próxima —me dijo.
—¿Y sin título?
—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré
—añadió, como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no
sé si me satisface del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En
cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas... Extrañas vegetaciones,
naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de
ponzoña.
Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó
aquel bufido que era su risa, y dijo que “Baudelaire era un bourgeois malgré
lui”. Francia sólo tenía un poeta: Villon, “y dos tercios de Villon eran simple
periodismo”. Verlaine era un “épicier malgré lui”. Con cierta sorpresa comprobé
que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que la inglesa. Había
“algunos pasajes” en Villiers de l’Isle Adam.
—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia.
Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pero, llegado el momento, no vi tal cosa.
Pensé que el autor de Fungoides debía bastante —inconscientemente, desde luego—
a los jóvenes decadentes de París, o a los jóvenes ingleses que a su vez debían
algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo. El librito —que compré en Oxford— está
ante mí en este momento, mientras escribo. Su cubierta de bocací gris pálido y
sus letras de plata no han sobrellevado muy bien el paso del tiempo. Su
contenido tampoco.
Lo he examinado nuevamente, con melancólico
interés. No es gran cosa. Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo
fuera. Supongo que es mi fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del
pobre Soames...
A UNA JOVEN
¡Eres, tú que no has sido!
Pálidas melodías, inseguras,
rastros de antiguos sonidos
exhalados por una flauta podrida
se mezclan a los címbalos enrojecidos por la
herrumbre
ni tampoco extrañas formas y epicenas
sangrando yacen en el polvo
heridas con heridas.
Por eso es
que en tu réplica
de mofas milenarias
¡no has sido ni eres!
Me pareció que había cierta contradicción
entre la primera y la última línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver
esta discordancia. Pero no consideré mi fracaso como totalmente incompatible
con un significado en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la
profundidad del significado? En cuanto a la técnica, “enrojecidos por la
herrumbre” me parecía un hallazgo, y las palabras “ni tmpoco” en lugar de “y”
eran extrañamente felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado
en limpio de todo eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no habría
sido capaz de encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún ahora, si no
trata uno de comprender el poema, y se conforma con atender al sonido, advierte
cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era un artista... en la medida en que
existía, pobre diablo! Cuando leí Fungoides por primera vez, me pareció,
extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo
parecía una influencia alegre y aun saludable dentro de su vida.
NOCTURNO
Alrededor y alrededor de la plaza desierta
paseamos del brazo con el Diablo.
Ningún sonido, salvo el golpear de sus cascos
y el eco de su risa y la mía.
Habíamos bebido el negro vino.
Grité: "¡Corramos una carrera,
Maestro!"
"¿Qué importa", gritó, "cuál
de nosotros
corra más esta noche?
Nada hay que temer esta noche
a la impura luz de la luna".
Entonces lo miré en los ojos,
y me reí de su mentira
y del temor constante que trataba de
disimular.
Era cierto lo que habían dicho y repetido:
Estaba viejo — viejo.
Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho
ímpetu: un acento retozón y jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo
histérica. Pero la tercera me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aun con
respecto a los dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de “confianza
mutua” en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un
mentiroso, y riéndose “a gritos”, era un personaje muy alentador. Eso fue lo
que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde, ninguno de sus
poemas me deprime tanto como el “Nocturno”.
Busqué los comentarios de los periódicos
metropolitanos. Se dividían en dos clases: los que decían muy poco, y los que
no decían nada. La segunda era mucho más numerosa, y los términos en que se
expresaba la primera eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo
presentar el editor de Soames en sus anuncios publicitarios era éste: “Un
acento de modernismo desde el principio hasta el fin... Un ritmo ágil”.
–Preston Telegraph.
Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar
al poeta (cuando lo viese) por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría
que no estaba tan seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero
cuando en efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca: “Espero que
Fungoides se venda muy bien”. Me miró a través de su vaso de ajenjo y me
preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, sólo se habían vendido
tres. Me reí, como si fuese una broma.
—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con
algo parecido a un gruñido.
Desestimé la idea. Añadió que no era un
comerciante. Dije humildemente que yo tampoco, y murmuré que un artista que
daba al mundo cosas realmente nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho
tiempo a que se le tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese
reconocimiento no le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación
era su propia recompensa. Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su
mal humor me habría alejado. Pero, ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no
me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que
estaba en marcha The Yellow Book? ¿Y acaso Henry Harland, como jefe de
redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no aparecía en el mismísimo primer
número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari. Pero en Londres me
consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún Soames podía
abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura buena
voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su
garganta brotó un sonido despreciativo destinado a esa publicación.
Uno o dos días más tarde, sin embargo, le
pregunté a Harland, para sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal
Enoch Soames. Harland se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor
de la habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a
“ese absurdo individuo” en París, y que esa misma mañana había recibido de él
algunos poemas manuscritos.
—¿No tiene talento? —pregunté.
—Tiene una renta. No necesita nada.
Harland era el más jovial de los hombres y el
más generoso de los críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo
entusiasmara. Por consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía
una renta mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y
fallecido librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta
anual de trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo.
Materialmente, pues, “no necesitaba nada”. Pero aun así, había en él un
“pathos” espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la posibilidad de que aun
el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames
no hubiera sido un vecino dé Preston. Tenía una especie de débil obstinación
que yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo;
pero él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su
deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregarán los jeunes
féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que acabaran de
descubrir, en cualquier music-hall que prefiriesen, ahí estaba Soames entre
ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable. Nunca trataba
de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía un ápice de su
arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su desprecio, cuando se
trataba de los demás. Con los pintores se mostraba respetuoso, y aun humilde;
mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy,
jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los
demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran
alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta
propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio
o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y
me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo,
cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me
parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia
de su obra acabaría realmente por matarlo.
Rothenstein se burló. Dijo que yo alardeaba
de un buen corazón que en verdad no poseía; y quizá era así. Pero unas semanas
más tarde, en la exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un
retrato al pastel de “Enoch Soames, Esq.” Se le parecía mucho, y el haberlo
ejecutado era característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde
cerca del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de
sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero quien no
lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la imagen; ésta
“existía” mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa expresión de
vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames. El hábito de
la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos veces más al
Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona.
Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el
fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama... pero
tan tarde y por tan poco tiempo... y al no sentirlo más, cedió, sucumbió, se
derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora tenía un
aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido. Aún
frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar
curiosidad, ya no leía libros en ella.
—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté,
aparentando jovialidad. Me contestó que ya no iba allí.
—No hay ajenjo en el Museo.
Era una de esas cosas que antaño habría dicho
para llamar la atención; ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no
fuera más que un factor de la “personalidad” que tan laboriosamente trataba de
construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba “la
sorcière glauque”. Había renunciado a todas las expresiones en francés.
Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin barniz.
El fracaso, aun cuando sea un fracaso total,
sencillo y sin barniz, aun cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre
consigo cierta dignidad. Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.
Por aquella época John Lane había publicado
dos libritos míos, que tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una
“personalidad”... una personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me
había contratado para que “pataleara” en el Saturday Review, Alfred Harmsworth
me permitía hacer lo mismo en The Daily Mail. Yo era justamente lo que no era
Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza sobre mi triunfo. Si yo hubiera
sabido que él creía firme y verdaderamente en la grandeza de lo que realizara
como artista, quizá no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha
fracasado por completo un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de
Soames era una ilusión mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa
ilusión desapareció. Pero en la noche de ese día también desapareció Soames.
Yo había estado afuera la mayor parte de la
mañana, y como se me hizo tarde para almorzar en casa, fui al “Vingtième”. Este
pequeño local —cuyo nombre completo era “Restaurant du Vingtième Siècle”— había
sido descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue
abandonado, o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior.
Creo que no subsistió lo bastante para
justificar su nombre; mas por ese entonces estaba aún en Greek Street, a pocos
pasos de Soho Square, y casi enfrente de esa casa donde en los primeros años
del siglo una chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado De Quincey,
pernoctaban hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos
pergaminos legales. El “Vingtième” no era más que un saloncito
blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El
propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième;
las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era
buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de
doce, seis de cada pared.
Cuando entré, sólo las dos más próximas a la
puerta estaban ocupadas. Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico,
a quien yo solía ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros
lugares. En la otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un
extraño contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que
jamás le viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya
presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un
mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una agencia de detectives
privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le
pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración
atroz— y me senté frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había dejado el
plato sin probar y tenía a su lado una botella semivacía de Sauterne. Callaba
con cierta obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos
del jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme
inmediatamente, hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a
tono con su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su
comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo
entre las dos hileras de mesas del “Vingtième” tenía apenas dos pies de ancho
(Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y
cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la
que uno ocupaba.
Pensé que mi fracasada tentativa de interesar
a Soames divertía a mi vecino, y como no podía explicarle que mi insistencia
era simplemente un acto de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente
sin necesidad de volver la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese
menos vulgar que el suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de
que no era inglés; pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el
cabello (negro como el azabache) cortado en brosse, no me pareció francés. A
Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin el acento y
los coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al “Vingtième”,
pero Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado buena
impresión. Sus ojos eran atrayentes, pero —como las mesas del “Vingtième”
demasiado angostos y juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y las guías del
bigote, que se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le
estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata
—tan fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el
pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía su
presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no sé por qué,
inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una mañana de Navidad.
Habría sido una nota discordante la noche del
estreno de Hernani. Yo estaba tratando de explicarme lo que había en él de
incongruente, cuando Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.
—¡Dentro de cien años...! —murmuró, como si
estuviera en trance.
—No estaremos aquí —repuse, pronta y
fatuamente.
—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el
Museo estará en el mismo lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el
mismo lugar de ahora. Y la gente irá a leer.
Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de
auténtico dolor le deformó el rostro. Me pregunté qué encadenamiento de
ideas había estado siguiendo el pobre Soames. Pero él no aclaró mis dudas
cuando dijo, después de una larga pausa:
—Usted cree que no me ha importado.
—¿Que no le ha importado qué, Soames?
—El olvido. El fracaso.
—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El
fracaso? —repetí vagamente—. El olvido, sí, quizá; pero eso es algo
completamente distinto. Desde luego, usted no ha sido... apreciado. Pero, ¿qué
importa? Cualquier artista que... que da... - Lo que yo quería decir era
esto: “Cualquier artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe
esperar mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento”; pero el
halago se negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja tan
genuina y desembozada, mis labios no querían pronunciar las palabras.
Y entonces... fue él quien las dijo por mí.
Me sonrojé.
—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? —
preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se
publicó Fungoides.
Me sonrojé aún más Innecesariamente, porque
él prosiguió:
—Es lo único importante que le he oído decir.
Y nunca lo he olvidado. Es cierto. Es una terrible verdad. Pero...
¿recuerda lo que yo le contesté? Le dije: “El reconocimiento no me importa un
sou”. Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo
eso. Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre
como yo?... Usted imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en
el veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz... Usted nunca ha
adivinado la amargura y la soledad, el... —su voz se quebró; pero luego
prosiguió con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me
sirve a mí? Un muerto no sabe que la gente visita su tumba, que acuden al lugar
donde nació, que le ponen placas conmemorativas, que descubren estatuas suyas.
Un muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen
cien años! ¡Piense en eso! Si yo pudiera volver a la vida entonces... unas
pocas horas, si yo pudiese ir a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si
ahora, en este momento, pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de
lectura, nada más que por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y
alma al Demonio! Piense: páginas y más páginas del catálogo: “SOAMES, ENOCH”,
interminablemente... interminables ediciones, comentarios, prolegómenos,
biografías... —Al llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de
la silla colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino Se había levantado a medias
de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su
intromisión.
—Perdonen ustedes... permítanme —dijo
suavemente—. Me ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este
pequeño restaurant sans-façon —extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo,
como suele decirse, meter las narices? - No me quedó más remedio que
manifestar nuestra conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la
cocina, creyendo que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un
movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a mí,
frente a frente de Soames. —Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres
muy bien, señor Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm)
me son muy conocidos. Ustedes Se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente
por encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.
No pude evitarlo: me reí. Traté de no
hacerlo; sabía que no había motivo de risa, pues mi propia descortesía me
avergonzaba, pero me reí cada vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la
sorpresa y el fastidio de sus cejas enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me
reí hasta desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de la
silla. Me comporté deplorablemente.
—Soy un caballero —dijo él con intenso
énfasis— y creía estar en presencia de caballeros.
—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por
favor!
—¿Curioso, nicht war? —oí que le decía a
Soames—. Hay cierta clase de personas para quienes la sola mención de mi nombre
es... ¡oh, tan terriblemente graciosa! En vuestros teatros, al más torpe
comediante le basta decir: “¡El Diablo!” para provocar enseguida “la risa
altisonante que delata a los espíritus vacíos”. ¿No es así? - Yo había
recobrado el aliento, lo suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó,
pero fríamente, y volvió a dirigirse a Soames. —Soy un hombre de negocios
—dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al grano, como dicen en los Estados
Unidos. Usted es un poeta. Les affaires... usted los detesta. Pero
conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba de decir me infunde furiosas
esperanzas.
Soames no se había movido, salvo para
encender un nuevo cigarrillo. Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y
la cabeza al ras de las manos, mirando fijamente al Demonio.
—Siga —dijo moviendo afirmativamente la
cabeza.
A mí ya no me quedaban ganas de reír.
—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo—
será tanto más agradable cuanto que usted... si no me equivoco, es un
diabolista.
—Un diabolista católico —dijo Soames.
El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.
—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta
tarde, la sala ele lectura del museo Británico, ¿verdad? Pero tal como
será dentro de cien años, ¿eh? Parfaitement. El tiempo... una ilusión. El
pasado y el futuro... están siempre tan presentes como el presente, o al menos,
por decirlo así, a la vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier
época. Yo lo proyecto... ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura,
tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de pie,
en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este mismo instante, eh? ¿Y
quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así? - Soames asintió. El Diablo
miró su reloj. —Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será
la misma de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A las siete
—¡puf! se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta noche
ceno dans le monde —dans le high life. Con eso termina mi presente visita
a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor Soames, en el camino de
regreso a mi hogar.
—¿Su hogar? —repetí.
—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo
despreocupadamente el Demonio.
—Está bien —dijo Soames.
—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le
movió un músculo.
El Diablo estiraba la mano a través de la
mesa para tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.
—Dentro de cien años, como ahora —dijo
sonriendo—, no se permite fumar en la sala de lectura, Por lo tanto será mejor
que...
Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo
dejó caer en su vaso de Sauterne.
—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no
puede...
Pero el Diablo ya había estirado la mano a
través de la mesa, y la dejó caer lentamente... sobre el mantel. La silla de
Soames estaba vacía. Su cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No
quedaban más rastros de él.
Durante algunos instantes el Diablo dejó
descansar la mano en el sitio donde la había apoyado, mirándome con el rabillo
del ojo, vulgarmente triunfal. Me asaltó un escalofrío. Me dominé con
esfuerzo y me levanté de la silla.
—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero,
¿no cree usted que La Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!
—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el
Diablo, que también se había puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca
de una máquina imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobre natural.
Sin embargo, comprendí que se sentía
ofendido. Berthe se acercó al oír que nos levantábamos. Le expliqué que habían
llamado al señor Soames, pero que tanto él como yo cenaríamos allí por la
noche. Recién cuando salí al aire libre empecé a sentirme mareado. Sólo tengo
un vaguísimo recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el
sol ardiente de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los martillos
de los carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de
los “stands” a medio construir. ¿Fue en Green Park o en Kensington
Gardens, dónde fue que me senté en una silla debajo de un árbol y traté de leer
un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que siguió
repitiéndose en mi fatigado cerebro: “Son pocas las cosas que escapan a esta
augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado”.
Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía ser llevada
a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la respuesta).
SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría
atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo en este
delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá usted conozca...
¿No había manera alguna de ayudarlo, de
salvarlo? Un pacto era un pacto, y yo habría sido el último en ayudar o
respaldar a alguien que tratara de rehuir una obligación razonable. No habría
movido un dedo para salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar
sin tregua un precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una
amarga desilusión...
Me parecía extraño y siniestro que él,
Soames, en carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en aquel momento
viviendo en la última década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún
no se habían escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían
nacido. Y aún más siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en
el infierno. Sí, sin duda la verdad es más extraña que la ficción.
Aquella tarde fue interminable. Casi deseé
haber acompañado a Soames; no para permanecer en la sala de lectura, desde
luego, sino para salir a dar un excitante paseo por un Londres desconocido. Me
alejé, inquieto, del parque donde había descansado.
Inútilmente traté de imaginar que yo era un
ardiente turista del siglo dieciocho. La tensión de los minutos lentos y vacíos
era intolerable. Mucho antes de las siete regresé al “Vingtième”.
Me senté a la misma mesa que había ocupado en
el almuerzo. El aire entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi
espalda. De tanto en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había
dicho que no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a
sonar un organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que
disputaban en la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía nuevamente
la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico
vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para
consultar el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina...
¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé que en los restaurantes los
relojes están cinco minutos adelantados. Concentré mi mirada en el
periódico. Juré no volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y lo
desplegué en todo su ancho, pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa...
¿Temblaba acaso la hoja? Una corriente de aire, me dije.
Una gradual rigidez se apoderaba de mis
brazos. Me dolían. Pero no podía bajarlos... ahora. Me asaltó una sospecha, me
asaltó una certeza. Y bien, ¿entonces qué?... ¿Para qué otra cosa había
venido? Sin embargo, seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del
periódico. Sólo el ruido de los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina,
me permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:
—¿Qué cenaremos, Soames?
—II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames?
—preguntó Berthe.
—Sólo está... cansado.
Le pedí que trajera vino —Borgoña— y
cualquier comida que estuviese lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa,
exactamente en la misma posición en que lo viera por última vez. Como si no se
hubiese movido... él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos
veces, en el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un instante, que
tal vez su viaje no sería infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado
al juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz
claridad que estábamos atrozmente en lo cierto.
—No se desanime —balbucí—. Quizá usted
no... no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres
siglos...
—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.
—Y ahora... ¡ocupémonos ahora del futuro más
inmediato! ¿Dónde piensa ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París,
en Charing Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais.
Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.
—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas
en la tierra en compañía de un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno
traidor —añadió extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que
tenía en la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito... una especie de
jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.
—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo
un asunto de vida o muerte. ¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se
quedará aquí, resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?
—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra
alternativa.
—¡Vamos! ¡La “confianza mutua” llevada al
colmo! ¡Su diabolismo ha perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente,
ahora que usted ha visto a esa bestia. . .
—Es inútil injuriarlo.
—Pero usted debe admitir, Soames, que no
tiene nada de miltoniano.
—No niego que sea algo distinto de lo que yo
esperaba.
—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa
clase de individuos que despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de
los trenes que van a la Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido
por él!
—No creerá usted que lo espero con ansia,
¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?
Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba
mecánicamente. Pero el vino no encendía en su interior la más pequeña chispa de
iniciativa. No comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo
no creía que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la
captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde,
miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía alguna
manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por
él.
—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su
poder? Usted lo vio tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad.
Estoy sellado. - Hice un gesto de desesperación. Él siguió repitiendo la
palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado el cerebro.
¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún estaba sin
comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era enloquecedor
pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.
—¿Qué le pareció todo... más allá?
—pregunté—. ¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.
—Serían un excelente “argumento”, ¿verdad?
—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago
cargo de lo que le sucede; pero, ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo
utilizaría como “argumento”? El pobre se llevó las manos a la frente.
—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún
motivo...Trataré de recordarlo.
—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un
poco más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?
—Más o menos el de siempre —murmuró por fin.
—¿Mucha gente?
—Como de costumbre.
—¿Cómo eran?
Soames trató de visualizarlos.
—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto.
Mi espíritu dio un salto atroz.
—¿Todos vestidos con mallas?
—Sí. Creo que sí.
—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con
un número, quizá? ¿Un número en un gran disco metálico cosido a la manga
izquierda? ¿DKF 78.910, por ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres,
parecían muy bien alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido
fénico? ¿Y todos completamente calvos?
Mis previsiones resultaron exactas. El único
punto acerca del cual Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las
mujeres eran calvos o estaban rapados.
—No tuve tiempo para examinarlos muy
detenidamente —explicó.
—No, desde luego. Pero...
—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la
atención. —¡Al fin había llamado la atención! - Creo que más bien los
atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los hombres que ocupaban el
escritorio circular en el centro de la sala parecían asaltados del pánico cada
vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.
—¿Qué hizo usted cuando llegó?
Desde luego, se había encaminado directamente
al catálogo, a los volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido
largamente ante el SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón
latía tan apresuradamente... Al principio, dijo, no se sintió defraudado —pensó,
simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a
la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo
veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo. Buscó nuevamente su
nombre, contempló las tres tirillas engomadas que había conocido tan bien.
Después fue a sentarse, y largo rato permaneció sentado...
—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido
de un abejorro— consulté el Diccionario Biográfico Nacional y algunas
enciclopedias... Regresé a la mesa central y pregunté cuál era el mejor libro
moderno sobre la literatura de fines del siglo diecinueve. Me dijeron que el
libro del señor T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el
catálogo, y llené el correspondiente formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no
estaba en el índice, pero... ¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—. Eso es
lo que había olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel? Démelo.
Yo también había olvidado aquel jeroglífico.
Lo encontré caído en el suelo y se lo alcancé. Él lo alisó, meneando la
cabeza y mirándome con una sonrisa desagradable.
—Eché un vistazo al libro de Nupton
—prosiguió—.No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos
los libros modernos que vi eran fonéticos.
—Entonces no quiero saber más nada, Soames,
por favor.
—En cambio, todos los nombres propios
parecían escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el
mío.
—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames,
cuánto me alegro!
—Y el suyo.
—¡No!
—Pensé que esta noche usted me esperaría
aquí. Por eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.
Le arranqué el papel de las manos. La
escritura de Soames era característicamente borrosa. Debido a esto, a mi
emoción y a la ruidosa ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir
T. K. Nupton. El documento se halla ante mis ojos en este momento. Es
extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las haya
copiado para mí dentro de setenta y ocho años...
De la página 234 de Literatura inglesa
1890-1900, por T. K. Nupton, publicación del Estado, 1992. “Por ejemplo,
un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte,
escribió un cuento en el que retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch
Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran genio y hace un
pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la posteridad. Es una sátira
algo artificiosa, pero no carente de valor, en cuanto demuestra hasta qué punto
se tomaban en serio los jóvenes de mil ochocientos noventa.
Ahora que la profesión literaria ha sido
organizada como un departamento de servicios públicos, los escritores han
encontrado su verdadero nivel y han aprendido a cumplir su deber sin pensar en
el mañana. ‘El obrero gana su salario’, y eso es todo. Felizmente, los
Enoch Soames no existen hoy entre nosotros.” Advertí que pronunciando las
palabras en alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a
comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más
crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado,
a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que aguardaba a las infortunadas
letras; por el otro, aquí, sentado a la mesa, mirándome con una mirada que
parecía quemarme, el pobre hombre a quien, a quien evidentemente... pero no:
por mucho que se envileciera mi carácter en los años venideros, yo jamás sería
tan bestia como para... Examiné nuevamente el manuscrito.
“Imaginario”... pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo.
Y “labud”... ¿qué diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa
palabra.)
—Todo esto es muy... desconcertante —balbucí
por fin. Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme. —¿Está usted
seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió bien el párrafo?
—Completamente.
—Bueno, entonces es este maldito Nupton que
debe de haber cometido —que cometerá— un estúpido error... ¡Escúcheme, Soames!
Usted me conoce demasiado para suponer que yo... Al fin y al cabo, el nombre
“Max Beerbohm” no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por
ahí... o, más bien, “Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera
que escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos: soy un
ensayista, un observador, un cronista... Admito que es una coincidencia
extraordinaria. Pero usted debe comprender...
—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente. Y
añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo
nunca le había conocido - Parlons d’
autre chose.
Acepté de prisa esta sugestión. Y volví
directamente al futuro inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en
renovadas súplicas a Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte.
Recuerdo haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a
escribir sobre él, aquel presunto “cuento” podría, por lo menos, tener un
epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con expresión de
intenso desprecio.
—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que
importa es un epílogo inevitable.
—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas
de las que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.
—Usted no es un artista —dijo con voz
áspera—. Y su incapacidad artística es tan irremediable que, no pudiendo
imaginar algo y darle realidad, logrará que una cosa verdadera parezca
inventada. Es un miserable chapucero. ¡Maldita suerte la mía! - Protesté que
el miserable chapucero no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y
sostuvimos una discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de
pronto que Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me
pregunté por qué —y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de
esa manera algo que estaba a mi espalda.
El portador de aquel “final inevitable”
llenaba el vano de la puerta.
Logré girar en mi asiento y decir, con cierta
despreocupación:
—¡Ah, adelante!
En verdad, su absurdo aspecto de villano de
melodrama apaciguaba en algo mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su
pechera, la forma en que se retorcía el bigote, y en particular la
magnificencia de su sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para
ser burlado.
De una zancada llegó a nuestra mesa
—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir
esta pequeña reunión...
—No la interrumpe, la completa —le aseguré—.
El señor Soames y yo deseamos conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El
señor Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje de esta
tarde. No pretendemos insinuar que todo este negocio no ha sido más que
una estafa... una vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha
procedido de buena fe. Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto
queda rescindido.
El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó
a mirar a Soames y señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se
levantaba penosamente de la silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán,
me apoderé de dos cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en
cruz.
El Diablo retrocedió abruptamente contra la
mesa que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.
—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz
sibilante.
—Yo no —repuse sonriendo.
—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un
lacayo, pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!
—El señor Soames —dije enfáticamente, al
tiempo que intentaba refrenar a mi amigo con un gesto imperativo— es un
diabolista católico. - Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y
no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó
y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.
—Haga lo posible —fue la plegaria que me
dirigió en el preciso instante en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la
puerta—, haga lo posible por hacerles saber que yo he existido. - Un
segundo después salí yo también. Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a
izquierda, adelante. Vi la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero
Soames y el otro habían desaparecido.
Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por
fin al reducido local: y supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi
almuerzo, y también los de Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví
al “Vingtième”. Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron
muchos años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue
allí, esa misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de
esperanza que incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido
algo... “En torno a la plaza de cerrados postigos anduve y anduve...” Aquella
línea me volvía a la memoria, en mi solitaria ronda, y junto con ella toda la
estrofa, repicando en mi cerebro y haciéndome ver cuán trágicamente distinto de
lo imaginado por él había sido el encuentro del poeta con ese príncipe de
quien, más que de todos los príncipes, debemos desconfiar.
Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga
la mente de un ensayista, por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido
ante un amplio portal preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de
Quincey yacía enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban
sus piernas en dirección a Oxford Street, esa “madrastra de corazón de piedra”,
y regresaba con el “vaso de oporto y especias” sin el cual, según él, quizá
habría muerto. ¿Era éste el mismo portal que de Quincey solía visitar en
su ancianidad a manera de homenaje? Medité sobre el destino de Ann y la causa
de su repentina desaparición de la guarida de su amigo; y luego me reproché
amargamente por dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames,
desaparecido! Y también empecé a sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué
debía hacer?
¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿”La
Misteriosa Desaparición de un Escritor”, etc.? Había sido visto, por última
vez, almorzando y cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un
coche y fuera inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y
al cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un solo
ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que
nadie lo advierta... especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo
jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.
Y estaba en lo cierto. La desaparición de
Soames no produjo el menor ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que
yo sepa— observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta,
algún prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?,
pero yo no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el procurador que le
entregaba su renta anual realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún
eco de las mismas. Había algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general
del hecho de que Soames había existido, y más de una vez me sorprendí
preguntándome si Nupton —ese nonato— tendría razón al suponer que Soames era
fruto de mi fantasía.
En ese extracto del repulsivo libro de Nupton
hay un detalle que quizá os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo
he mencionado aquí por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de
escribir, no advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La
respuesta sólo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos
pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en
quien emprende un trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean
descubiertas por algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.
Me agrada pensar que en algún momento dado,
entre los años 1992 y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto
al mundo las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y
tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la sala
de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus
aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por
lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma
gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán
exactamente lo que antes hicieron.
Recuerden ahora que, según Soames, su arribo
produjo sensación. Alegarán ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo
bastaba para causar sensación en aquella multitud uniformada. Pero no dirían
tal cosa si alguna vez lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época
Soames podría dejar de ser oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza,
y lo seguirán de un lado a otro, y aparentemente le tendrán miedo, sólo puede
explicarse suponiendo que, de algún modo, estarán preparados para su espectral
aparición. Habrán estado aguardando con ansia para comprobar si realmente
aparecía. Y cuando llegue de verdad, el efecto, por supuesto, será...
terrible.
Un fantasma auténtico, garantizado,
demostrado, pero —¡ay!— nada más que un fantasma. Nada más. En su primera
visita, Soames era un ser ele carne y hueso, mientras que los seres en cuyo
ámbito fue proyectado no eran, según creo, más que fantasmas... fantasmas
sólidos, palpables y parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en
un edificio que era apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos
seres serán verdaderos. Soames será la apariencia. Ojalá pudiera creerlo
destinado a regresar al mundo, verdadera, física, conscientemente.
Ojalá le estuviera reservada esta breve y
única fuga, este único y pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está
donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos podrán decir que es el único
culpable de su suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo
rigor. Está bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch
Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no
había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el
precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios
fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo debía saber
que mi amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto no ha sido
más que una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me
parece el Diablo.
Lo he visto varias veces, en distintos
lugares, después de aquella tarde en el “Vingtième”. Pero sólo en una
oportunidad se puede decir que nos encontramos. Fue en París. Caminaba yo una
tarde por la rue d’Antin cuando advertí que se acercaba desde opuesta
dirección... llamativamente vestido, como de costumbre, balanceando un bastón
de ébano y comportándose, en suma, como si toda la calle le perteneciera. Al
pensar en Enoch Soames y en los millares de seres que sufren eternamente bajo
el dominio de esta bestia, me llenó una fría cólera y me erguí en toda mi
estatura. Pero... en fin, uno está tan acostumbrado a saludar y a sonreír en la
calle a cualquier conocido, que esos gestos se vuelven casi independientes de
uno mismo; para evitarlos, es menester un esfuerzo muy intenso y una gran
presencia de ánimo. Y así, al pasar frente al Diablo, advertí con zozobra que
yo lo saludaba y le sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y
candente porque él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el
saludo. Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para sacar de sus
casillas a cualquiera!
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