LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, por Ancrugon
El humor es un buen detector de impostores
y le agrada desenmascarar las realidades de la vida sobre todo cuando los
tópicos o estereotipos se agazapan en ella, permitiéndonos afrontar situaciones
embarazosas por medio de un cierto distanciamiento y de su expresividad jocosa,
burlona y ligera, llegando a un punto de reflexión sobre hechos realmente
serios que sólo gracias a la carcajada se consigue el análisis perfecto de las
causas que, de otra forma, nos resultaría insoportable.
Nos causa risa aquello que no llega y su
contrario, lo que se pasa; nos reímos de lo inesperado, de lo absurdo, de lo
inadecuado, de todo eso, en fin, que siendo realmente imperfecto pretende
presentarse como razonable, y sobre todo, de las miserias de los poderosos, de
las ínfulas de los apocados, de las torpezas de los sabios, de la soberbia de
los tontos, de las supersticiones, de las verdades categóricas, de los héroes y
de los villanos, y ello, os lo aseguro, nos hace nuestra desventurada
existencia bastante más llevadera.
No debemos confundir el humor con la
mordacidad ni con la ironía, aunque se acerque muchas veces a ellas, porque la
diferencia radica en que el humor carece de la amargura que se esconde en las
otras. El humor es simplemente tomarse la vida con alegría, con cierta
inocencia, con bastante desprendimiento y con mucho de inteligencia.
Y de esto trata La tesis de Nancy, una novela escrita en 1962 por Ramón J. Sender,
tal vez el escritor español más destacado de la posguerra, autor de obras tan
conocidas como Requiem por un campesino
español, Mister Witt en el cantón,
Crónica del alba o La aventura equinoccial de Lope de Aguirre,
por nombrar unas pocas entre el gran número de narraciones, ensayos,
dramatizaciones y poesías que creó durante sus ochenta y un años de vida.
La
tesis de Nancy
es pues una novela de humor escrita en forma epistolar donde, Nancy, una joven
norteamericana estudiante de Antropología y Lengua Española en la Universidad
de Sevilla y residente en Alcalá de Guadaira, por medio de diez cartas que envía
a su prima Betsy de Pensilvania, Estados Unidos, va detallando su visión
particular de un país, de un pueblo, de unas tradiciones y de unas costumbres
que ella no solamente no entiende, sino que incluso interpreta equivocadamente.
Nancy se ve inmersa en una sociedad
compuesta de personajes tipo, desde los gitanos ladinos a los terratenientes
caciquiles, desde los viejos verdes a los curas intransigentes, sin olvidar a
los señoritos burgueses inútiles, las jovencitas casquivanas, lo profesores
timoratos… e intenta, a partir de sus observaciones, llegar a una conclusión sobre
el carácter de esta nación. ¡Arduo trabajo!... Y Nancy, una mujer
norteamericana, joven, guapa, moderna y emprendedora se interna por los caminos
pintorescos, atrasados e inmovilistas de la España de los 50, introduciéndose
en un mundo folklórico y popular rodeada de la típica picaresca nacional.
El argumento se desarrolla, como ya he
mencionado anteriormente, en una serie de cartas, siendo el relato básicamente
autobiográfico, pues el personaje central va contando sus experiencias, pero el
hecho de que Sender utilizase el recurso Cervantino de presentarse a sí mismo,
el verdadero emisor, como un simple recopilador y traductor de los textos, le
da una carácter de veracidad a la novela del que carecería si simplemente se
hubiese limitado a exponer las epístolas sin más. Así pues, el narrador es en
primera persona y está implícito en los hechos que describe, siendo el lector
su prima Betsy, la destinataria de la correspondencia, quien se convierte en el
nexo entre Nancy y los verdaderos receptores que somos los lectores de esta
magnífica novela.
Los principales personajes, aparte de la
protagonista ingenua e inocente quien, a pesar de su perfecto castellano, tiene
verdaderos problemas con los giros, frases hechas y, sobre todo, la
pronunciación andaluza, son: su novio medio gitano, Curro, extrovertido,
encantador, pero bastante celoso; la convencional e inadaptada socialmente Mrs.
Dawson, un escocesa de mediana edad que vive en el mismo hotel; Mrs. Adams, una
antigua profesora de Nancy ya retirada, y Soleá, una vecina que llega a ser su
amiga.
Toda la historia se desarrolla por tierras
andaluzas repletas de costumbrismo, tradición y conservadurismo, en el tiempo
de un año aproximadamente.
Y sin más, os regalaré con cuatro
fragmentos de la misma como aperitivo a la íntegra lectura que os aconsejo
llevéis a cabo de La tesis de Nancy…
PRIMER FRAGMENTO (de la carta III)
(…)
Yo entré en el cine antes que mi novio,
que se quedó un momento en el vestíbulo con una señora de edad – porque siempre
encuentra mi novio parientes o amigos en la calle -, y me senté, procurando que
hubiera a mi izquierda un asiento libre para él. A mi derecha había un hombre
de aspecto ordinario y de mediana edad.
Yo miraba a la pantalla y me interesaba en
el filme, que se titulaba “La hija de Juan Simón”, lo que me recordaba a John
Simon Guggenheim Foundation, a la que he pedido, como sabes, una beca hace ya
tiempo. Juan Simón y John Simon son lo mismo.
Pero no tenía que ve lo uno con lo otro.
El filme era sobre un suceso ocurrido hace tiempo y sobre un hombre empleado en
un cementerio municipal que tenía que enterrar a su propia hija, fallecida de
amor, porque no había un empleado suplente. Cuando yo pregunté más tarde por
qué no lo había, mi novio me aseguró que aquella deficiencia había sido
corregida hacía poco gracias al Plan Marshall.
Yo no soy muy patriota en mi país, tú lo
sabes; pero fuera de él estas cosas me llegan al alma.
Bien, estaba esperando a mi novio, cuando
sentí la mano del vecino que avanzaba cautelosamente por debajo del brazo del
sillón, sobre mi muslo. Yo tenía el bolso de mano en la falda.
En aquel momento llegó mi novio, y la mano
cautelosa que había avanzado despacio como una serpiente se retiró. Como en la
pantalla sucedía algo importante, mi novio se puso a mirar sin hablarme. Yo
tampoco le hablaba. Y poco después la mano de mi vecino – aquella mano
misteriosa – comenzó a avanzar otra vez lentamente.
Cuando había avanzado bastante y no había
duda alguna, yo cogí mi bolso con las dos manos, lo apreté contra mi pecho y di
un grito.
- ¿Qué pasa? – preguntó mi novio.
- Un hombre que quiere robarme el
monedero.
El vecino se levantó y trató de marcharse,
no deprisa, sino solo disimulando. Pero la fila estaba llena de espectadores y
no podía caminar muy deprisa. Mi novio se levantó, salió al pasillo y le
esperó. “Ezo lo vamo a aclará”, decía. Porque cuando se enfadaba hablaba muy
agitanado mi novio.
Yo salí detrás, alarmada, y en el
vestíbulo apareció el gerente. Mi novio había atrapado al desconocido y le
atenazaba el brazo. Delante del gerente dijo.
- No es ná. Aquí este descuidero que hay
que entregar a la policía.
Pero el gerente conocía a aquel tipo. Le
preguntó por la familia. Me dijo que era un compadre y con la mano en el pecho
aseguró a mi novio que era un hombre honrado y que lo garantizaba. Mi novio
miró al vecino y dijo con los dientes apretados: “Entonces es peor. ¿Qué dice usted?”
Mi novio tenía en la cara todos los
demonios del infierno. Y repetía:
- ¿Qué responde usted, mardita sea mi
arma?
- Hombre, aquí me conoce – balbuceó el
otro muy pálido.
Y mi novio, señalándome a mí con un
movimiento de mandíbula que me recordaba a los gangsters de Chicago, dijo:
- ¿Qué buscaba usted con la mano sobre la
pierna de la señorita?
- ¿Yo…?
A mí me daba pena aquel hombre pálido y
con la voz temblorosa.
- Déjale – dije compasiva -. Tengo mi
bolso, que es lo importante.
- No; tu bolso no es importante.
Ya ves que a mi novio le interesan los
principios más que el dinero. Eso es muy español. Y dijo:
- Esto no puede quedar así.
- Hombre, yo… - repetía el pobre hombre -.
Yo no soy precisamente un ladrón.
Y aquí viene la parte sensacional del asunto.
Siempre hay una parte sensacional que no entiendo en las cosas de Andalucía y
en general de España. Aquí mi novio se acercó al desconocido, le cogió por la
solapa y con la otra mano en el bolsillo de la chaqueta le dijo:
- ¿Qué está usted diciendo? ¿Es un ladrón
o no? ¡Hable de una vez!
- No, señor; la verdad.
Mi novio alzó más la voz.
- ¿Dice usted que no?
- No, señor. Digo que sí. Soy un ladrón si
lo prefiere usted, señor. ¡Qué vamos a hacer! De perdidos al río.
(…)
SEGUNDO FRAGMENTO (de la carta IV)
(…) Mrs. Adams es la de siempre. ¿Sabes
qué hizo? Le regaló a mi novio una Biblia en español, y la misma tarde que se
la regaló, paseando por el Parque de María Luisa, le explicaba Mrs. Adams – tú
la conoces – la utilidad de leer la Biblia, y decía que muchas veces estaba sin
saber qué determinación tomar cuando abría el libro al azar y leía la primera
línea de la página de la izquierda. Y allí encontraba la solución.
- Hombre – dijo mi novio -. Yo tengo ahora
más problemas que nunca en mi vida. Si eso es verdad, el libro vale la pena.
Vamos a ver.
Abrió al azar y encontró en la primera
línea las siguientes palabras del capítulo 27 de San Mateo que se refieren a
Judas: “…Y entonces fue y se colgó de un árbol y se ahorcó”. Mi novio palidecía
y Mrs. Adams se ruborizaba un poco. Entonces ella dijo: “Bueno, eso es una
casualidad. Mire en otra página”. Y mi novio lo hizo, y en el capítulo de los
Reyes del Antiguo Testamento la primera línea decía: “Haz tú lo mismo”.
Mi novio abrió las manos y dejó caer el
libro al suelo. Luego se inclinó a recogerlo y lo devolvió a Mrs. Adams:
- Vaya, señora – le dijo -. Parece que ese
libro sabe muy bien lo que a mí me conviene, pero tengo que reflexionar un poco
antes de tomar mis determinaciones.
Y seguía pálido y la voz le temblaba. Con
aquello Mrs. Adams renunció a convertir a mi novio a la iglesia anglicana y él
anduvo dos días huyendo de ella como del diablo. Todavía la mira de reojo
cuando se acerca.
- Veo que tus amigas – dice a veces – se
preocupan de mi porvenir.
(…)
TERCER FRAGMENTO (de la carta IV)
(…)
Por el momento lo que quiero decirte a
propósito de los toros de Alcalá de Guadaira es que estando yo en el balcón (mi
hotel está enfrente de la casa del cura) pasó por la calle una niña de unos
doce años, detrás de una vaca. Y el cura, que estaba leyendo su breviario,
cuando la vio le dijo:
- Hola, Gabrielilla.
- Con Dios, señor cura.
- ¿Adónde vas?
- A llevar la vaca al toro, señor cura.
- ¿Y tu padre? ¿Dónde está?
- No lo sé.
- ¿No podría hacer eso él?
Y la niña, escandalizada, respondió:
- No, señor cura. Qué cosas tiene. Es
menester el toro.
CUARTO FRAGMENTO (de la carta V)
Íbamos una mañana él y yo solos en el
coche de la señora Dawson por una carretera de la provincia de Cádiz. Curro
bostezaba, se desperezaba y luego decía como si me hiciera un favor:
- Yo, llegado el caso, me casaría contigo,
la verdá.
- ¿Al estilo español? – le pregunté -.
Digo si te casarías para ser mi marido al estilo americano o al de aquí. Bueno,
tal vez el estilo es el mismo en todas partes. Un poco más de independencia en
mi patria para la mujer. Supongo que eso a ti no te importa y me permitirías
cierta libertad sabiendo que soy americana.
- ¿Para qué?
- Qué sé yo. Por ejemplo, para los
deportes. Allí nos gusta eso.
- ¿Qué deportes? Porque con eso de los
deportes yo creo que algunas se dedican a la golfería.
Es verdad, y le di la razón porque el golf
es mi deporte favorito.
- Yo soy una de las que se dedican a eso –
le dije.
- ¿A la golfería?
- Sí.
- Hombre, me gusta tu frescura. ¿Y para
eso quieres que te dé libertad?
En algunas ocasiones yo le había enseñado
a Curro fotos mías jugando al golf y no le hicieron gran efecto, es verdad.
Parece que solo le gustan los toros. Yo le dije:
- Eso es. A mí ese deporte es el que más
me gusta.
- ¿Y llamas deporte a la golfería?
- Pues claro, hombre; al menos en mi país.
- Entonces… ¿quieres casarte conmigo y
dedicarte a eso?
- ¿Por qué no? Pero yo no he dicho que
quiero casarme. Lo has dicho tú, lo que es diferente. Si nos casamos, desde
luego yo necesitaré mis horas libres un par de veces a la semana. Desde pequeña
sentía atracción por la golfería.
- Y… ¿te gusta para siempre o es solo una
afición pasajera?
- No; nada de pasajera. Durante años
enteros esa era mi única distracción. Sobre todo en la universidad.
- Claro; se encuentra la pareja fácilmente
en una universidad.
- Eso es. A los muchachos les gusta la
golfería también.
- Lo creo. Eso es general.
- No tan general, no creas.
Se puso Curro de un humor sarcástico. Le
pregunté qué le pasaba y comenzó a mirar por la ventanilla y a cantar algo
entre dientes sin responder. Yo pensaba: “¿Será el cenizo que se pone entre
nosotros?” A la tercera o cuarta vez me dijo:
- ¿Y esa es la única condición que me
pondrías? Digo la libertad para la golfería.
- Sí. No es mucho, ¿verdad? Bueno, si
quieres regalarme un seguro, no te diré que no; pero no te lo exijo. Yo no le
exijo un seguro a un novio mío.
- ¿Un seguro de qué? Ah, ya veo; un seguro
de vida. ¿Para caso de fallecimiento? ¿Sí? ¿De quién?
- Tuyo, querido. Pero ya digo que, aunque
es frecuente en los Estados Unidos, no te lo pediría.
- Ya veo – y se puso a tocar hierro -.
Solo me exigirías dos tardes libres cada semana para golfear, pero en caso de
fallecimiento mío no te importaría quedarte a dos velas. ¿No es verdad, ángel
mío?
- Eso es.
- Vaya. Se ve que no eres egoísta y que tu
madre te crió bien. Sobre lo del seguro de vida, lagarto, lagarto. ¿Y dices dos
tardes cada semana?
- En invierno y en primavera. En verano es
mejor por la noche, por el calor del día, ¿sabes? Además, me encanta el color
de la hierba por la noche.
- ¿A la luz de la luna?
- No; no es por la luna. La luna no basta.
Es poca luz. Hay que poner reflectores. Al menos es la costumbre en
Pensilvania.
Curro se quedó mirándome con los ojos muy
abiertos y media sonrisa de conejo, sin decir nada. Por fin habló:
- Vaya, cada país tiene sus gustos. ¿Con
que reflectores, eh?
(…)
801 visitas al 02/10/2017
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