ÉRASE UNA VEZ: La señora del perrito, de Anton Chejov, por Melquíades Walker
Cuando alguien nos menciona el nombre de
Anton Chejov, lo primero que nos viene a la mente sobre su persona son sus
grandes obras dramáticas como “Ivanov”,
“La gaviota”, “Tío Vania”, “Las tres hermanas” o “El jardín de los cerezos”, entre otras menos conocidas, puesto que
Chejov está considerado como uno de los grandes dramaturgos de finales del
siglo XIX y principios del XX. Sin embargo no podemos olvidar que, así mismo,
produjo una destacable colección de relatos breves y cuatro nada despreciables
novelas entre las que sobresale “El
pabellón número 6”.
El Chejov narrador es un ser melancólico
que sufre por la vulgaridad de la sociedad provinciana de su Rusia natal y así,
en casi todos sus cuentos nos muestra la estupidez, la tosquedad, los
prejuicios y obsesiones de sus contemporáneos. Sus relatos carecen
prácticamente de argumento, aunque ello no es un obstáculo para conseguir la
atención del lector gracias a su maestría para pintarnos los caracteres de sus
personajes con fiabilidad y viveza, cuidando hasta los más pequeños detalles
psicológicos de los mismos, tanto en sus palabras como en sus gestos, y
desarrollando ante nuestros ojos, con toda crudeza, la vida cotidiana, sobre
todo, de una clase media, infeliz y limitada a causa de sus propios defectos.
Chejov critica la vida en sí y la postura
que los seres humanos tienen ante ella, pues a él no le interesaba en absoluto
los problemas políticos ni ideológicos de ningún tipo, como él mismo
confesaría: “Sigo sin tener posición
política, religiosa o filosófica firme. Cambio todos los meses; por eso estoy
obligado a contar cómo mis héroes aman, se casan, hacen hijos, hablan y
mueren”. Y al hacer esta crítica, no pierde la ocasión para lanzar
provocaciones que le granjearían acusaciones de diversa índoles, como: “Es necesario educar a una mujer de modo que
sepa reconocer sus errores; de otro modo, siempre creerá tener razón”, en
boca de sus personajes, aunque él no necesariamente tuviese un pensamiento
machista, por mucho que cueste reconocerlo si tomamos como referentes la frase
anterior o la siguiente: “Ariana habla
perfectamente tres idiomas. Las mujeres asimilan rápidamente las lenguas: hay
mucho espacio vacío en sus cabezas”, como se demuestra en hecho de que
Chejov estuvo casado con la actriz Olga Kniepper a la que veía muy de tarde en
tarde a causa de sus continuos viajes con la compañía y a la que simplemente le
hacía reproches más cargados de humor que de censura: “Nadie tiene la culpa si el diablo te ha metido la pasión por el teatro
y a mí los bacilos de la tuberculosis”.
“La señora
del perrito”
fue escrito por Chejov en la ciudad de Yalta en la península de Crimea, donde
el autor intentaba recuperarse de su tuberculosis, y publicado por vez primera
en 1899, cinco años antes de su muerte. Esta historia narra los avatares de una
relación adúltera entre un banquero moscovita y una dama a la que conoció en
Yalta. El hombre, infeliz en su matrimonio, engaña frecuentemente a su esposa
con otras mujeres a las cuales considera poco más que objetos, hasta que se
fija en una mujer que pasea todos los días a su perrito por la playa e intenta
seducirla…
Este es el segundo relato de Chejov
publicado en nuestro apartado “Érase una
vez”, el anterior fue “Sobre el amor”
que podéis encontrar en (El Volumen de una Sombra. Temporada 3ª.
Entrega 23ª. Febrero 2013).
La señora del
perrito
Anton Chejov
UNO
Un
nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito.
Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a
tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón
de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y
mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría
delante de ella.
Después
la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces.
Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito;
nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del
perrito».
«Si
está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con
ella», pensó Gurov.
Aún
no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en
la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por
entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y
tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual.
Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino
Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas
limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su
casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a
menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las
mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas
«la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia,
que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos
días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido
y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en
compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo
comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado.
En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de
atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía
esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La
experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había
enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú
-siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio
diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura,
llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la
situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer
interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo
encontraba sencillo y divertido.
Una
noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó
lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire,
el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada,
que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias
inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira;
Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor
parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión;
pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de
él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas,
y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela
con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó
súbitamente de su ánimo.
Llamó
cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la
mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La
señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No
muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le
puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza,
volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco
días.
-Yo
llevo ya quince aquí.
Un
corto silencio siguió a estas palabras.
-El
tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin
mirarlo.
-Es
que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano
viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en
seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella
se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños;
pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la
conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y
satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de
dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el
agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela
dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le
contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era
empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera,
abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De
ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su
matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le
reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No
estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la
Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También
supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más
tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela
al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo
que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía
poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija.
Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su
manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se
encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que
al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas
intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos
grises.
«Algo
hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
DOS
Una
semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de
las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos
de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov
entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un
helado. Nadie sabía qué hacer.
Por
la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor.
Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a
alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la
gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos
generales vestidos de uniforme.
A
causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de
la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna
miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando
encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló
mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había
preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al
suelo.
La
gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los
que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana
Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más
del vapor.
Ella
olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El
tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella
no contestó.
Entonces
Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los
labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a
su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos
al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La
habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en
el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas
personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de
mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente
agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de
mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas,
con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más
significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros
sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar
de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas,
dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a
mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele
que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero
en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un
sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de
consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La
actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía
algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y
resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó
el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado
antiguo: La mujer pecadora.
-Hice
mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre
la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin
prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana
Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y
buena que ha visto poco de la vida.
La
luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía
desgraciada.
-¿Cómo
es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo
que dice.
-Dios
me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible
-añadió.
-Parece
que necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada?
No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No
es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho
tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un
lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un
lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por
un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase
de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La
curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó
un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió
ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he
estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida
en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov
se sintió aburrido casi al escucharla.
Le
irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan
inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representando
una comedia.
-No
la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella
ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame,
créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado.
Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha
tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis!
¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después
la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se
fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos.
Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus
cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al
llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que
parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron
un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al
pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits
-dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No;
creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En
Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando
hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas
nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en
los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el
cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que
a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda
existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no
vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la
muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra
eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del
progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz
del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos
alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo
hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo,
menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos
designios de nuestra existencia.
Un
hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió
adelante.
Y
este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un
vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del
amanecer.
-Hay
gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí.
Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde
entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se
paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía
palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a
veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a
menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la
besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día
mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y
el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron
de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así
se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no
querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y
continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más
mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos
los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a
la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les
impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban
al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que
anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto
antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es
una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El
día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó
la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame
mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No
lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los
labios le temblaban.
-Me
acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja;
sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver
más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea
contigo, adiós.
El
tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto
más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer
terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el
andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de
las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa
de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su
fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con
remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz
con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus
maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera
condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana
Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...;
constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención
la había engañado.
Un
vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría
y triste.
-Es
hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es
hora!
TRES
En
su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban
encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el
desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un
rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los
primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados,
exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles.
Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión
simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas.
Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov
había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su
abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por
la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y
del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con
avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida
sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las
comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con
célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el
club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al
cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de
una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una
sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero
invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado
de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron
con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños
estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de
tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo
ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que
volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su
habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en
ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana
Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una
sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva
delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de
lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en
Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros,
desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el
roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando
alguna que se pareciese a ella.
Un
deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa
era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a
sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué
iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de
poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana
Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie
sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No
te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una
tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado
jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si
supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El
oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri
Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías
razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas
palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas
degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más
estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la
glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas
cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de
sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada,
trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado
en un manicomio o una prisión.
Gurov
no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente
se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó
en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación.
Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de
ver a nadie.
En
las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que
iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él
mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser
posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó
a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra
gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una
figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le
informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la
calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo
grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El
portero pronunciaba «Dridirits». Gurov se encaminó sin prisa a la calle de
Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla
gris adornada con clavos.
-Dan
ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando
desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego
recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De
todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le
mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder.
Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo
por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja
y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e
indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De
repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar
pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero
empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar
el nombre.
Siguió
paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por
pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas
divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer
joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más
que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo
rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante
tiempo.
-¡Qué
estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me
he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se
sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los
hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al
diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido,
Gurov...
Aquella
mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha
iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó
al teatro.
-Es
posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El
teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy
pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se
oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la
localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En
el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer
sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba
visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se
levantó.
Seguía
entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con
ansia. Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió
que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para
él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella
mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia,
con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría,
la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el
sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó,
y soñó...
Un
hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se
sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente
haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en
una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el
ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número
de un criado.
En
el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó
sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa
forzada le dijo:
-Buenas
noches.
Al
volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente
pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los
impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos
guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión
que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los
violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de
todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando
rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde
iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante
sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al
pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les
traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos!
¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y
recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta,
creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero
¡cuán lejos estaban del final!
Al
pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al
anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo
me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como
agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido?
¿Por qué?...
-Pero
escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te
suplico que me escuches...
Ella
lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como
si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy
tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar
en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba
olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En
el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no
le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la
cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué
estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de
sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más
quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien
subía por las escaleras.
-Es
preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un
susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz;
ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir
más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay
más remedio.
Estrechó
su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza;
y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco
más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a
buscar su abrigo y se marchó del teatro.
CUATRO
Y
Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S.
diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno
que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del
Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra
encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una
mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la
noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve
caía en grandes copos blancos.
-Hay
tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay
deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la
temperatura es distinta completamente.
-¿Y
por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le
explicó esto también.
Hablaba
pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se
enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de
todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida
igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en
secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba
que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba
el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto
había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad
-como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello
de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y
fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a
los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada
hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La
personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre
civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después
de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó
abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana
Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la
espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin
sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento,
prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y
bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera;
ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no
podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los
ojos.
«La
dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una
butaca.
Mientras
tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de
espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo
triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto,
ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven,
cállate! -dijo Gurov.
Para
él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía
encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había
que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo
hubiera creído.
Se levantó
a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en
aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba
a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y
tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban
sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió
compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero
probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella
tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad;
amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación,
a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño,
lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo
pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca
había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he
aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente
enamorado por primera vez en su vida.
Ana
Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer,
como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué
ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a
vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué
avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor
los había cambiado.
Otras
veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo
con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas;
sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No
llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos
un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces
discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en
ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel
intolerable cautiverio?...
-¿Cómo?
¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y
parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva
y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les
quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y
difícil no había hecho más que empezar.
FIN
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