ÉRASE UNA VEZ: La primera nevada, de Julio Ramón Ribeyro, por Melquíades Walker
Julio Ramón Ribeyro Zúñiga es un escritor
peruano nacido en Barranco, Lima, el 31 de agosto de 1929 y fallecido en Lima
el 4 de diciembre de 1994, aunque gran parte de su vida se desarrolló en París.
Está considerado como uno de los mejores cuentistas en lengua castellana, si
bien también escribió obras en otros géneros, como novela, teatro o ensayo.
La totalidad de sus cuentos se encuentran
recogidos en La palabra del mundo, libro
que se fue ampliando a lo largo de su carrera literaria hasta llegar a contar
con cuatro volúmenes. Su obra se considera perteneciente a los se denominó el Realismo Urbano.
Su estilo es sencillo, pero lleno de
ironía y narra historias cuyos personajes, normalmente de la clase media o
baja, se enfrentan a situaciones de derrota, pérdida o negación en sus pequeñas
miserias personales y diarias.
La atmósfera que se desarrolla en sus
historias tienen mucho de frustración, de desadaptación, de marginalidad, por
lo que son vistas por los lectores como bastante cercanas a sus realidades
cotidianas. No son historias de vencedores ni vencidos, sino de seres que se
desenvuelven con la torpeza característica de todo ser humano dentro de sus
propios mundos reflexivos en los que no ocurre nada de importancia vital ni
grave. En sus propias palabras, Ribeiro asegura: “yo he creído siempre que el escritor verdaderamente genial es el que
escribe no importa qué, olvidándose de sus propias experiencias, de su propia
vida. Qué puedo decir: sobre las cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en
Afganistán o en Japón. Ese es el escritor verdaderamente épico, que inventa,
que saca todo de la nada. Mientras que el tipo que está sacando cosas del
interior, de su propia vida, de su propia experiencia, es un escritor lírico,
menor, ¿no?, de menor peso, de menor envergadura, pero al mismo tiempo –como
todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su contraargumento – hay
grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su propia vida, que es el
caso de Proust.” Si partimos de la definición de un escéptico como la
persona que duda y piensa que es muy difícil llegar al conocimiento de la
verdad, Ribeiro no puede ser considerado un escéptico pues en sus relatos
siempre aparece algún retazo de fe o de esperanza, aunque todo lo domine la
duda como método, a la manera de Descartes, puesto que Ribeiro se consideraba a
sí mismo un poco filósofo porque buscaba la razón de las cosas y ama la
Sabiduría. Todo ello aparece plasmado en sus cuentos, los cuales, a pesar de su
posible profundidad, son bastante asequibles a todo tipo de público gracias, en
gran parte, a su sentido del humor, de la ironía y de la utilización del
absurdo.
“La
primera nevada”
tiene una marcada vocación autobiográfica, rememorando, tal vez, sus primeras
experiencias de autoexiliado aventurero en la vida de la capital francesa, pues
basándose en la efímera convivencia de dos jóvenes intelectuales peruanos en
París: uno de clase media y otro de clase baja limeña bohemio y marginado quien
se le impone como huésped en su habitación de hotel, comparten un momento de
solidaridad forzada que concluye con un sentimiento de arrepentimiento tardía
por parte de quien defiende sus legítimos derechos.
La primera nevada, de Julio Ramón Ribeiro
Los
objetos que me dejó Torroba se fueron incorporando fácilmente al panorama
desordenado de mi habitación. Eran, en suma, un poco de ropa sucia envuelta en
una camisa y una caja de cartón conteniendo algunos papeles. Al principio no
quise recibirle estos trastos porque Torroba tenía bien ganada una reputación
de ladronzuelo de mercado y era sabido que la policía no veía las horas de
ponerlo en la frontera por extranjero indeseable. Pero Torroba me lo pidió de
tal manera, acercando mucho al mío su rostro miope y mostachudo, que no tuve más
remedio que aceptar.
-
Hermano, ¡sólo por esta noche! Mañana mismo vengo por mis cosas.
Naturalmente
que no vino por ellas. Sus cosas quedaron allí varios días. Por aburrimiento
observé su ropa sucia y me entretuve revisando sus papeles. Había poemas, dibujos,
páginas de diario íntimo. En verdad, como se rumoreaba en el Barrio Latino,
Torroba tenía un gran talento, uno de esos talentos difusos y exploradores que
se aplican a diversas materias, pero sobre todo al arte de vivir. (Algunos
versos suyos me conmovieron: “Soldado en el rastrojo del invierno, azules por
el frío las manos y las ingles.”) Quizá por ello cobré cierto interés por este
vate vagabundo.
A la
semana de su primera visita apareció nuevamente. Esta vez traía una maleta
amarrada con una soguilla.
-Disculpa,
pero no he conseguido todavía la habitación. Me vas a tener que guardar esta
maleta. ¿No tienes una hoja de afeitar?
Antes
que yo respondiera dejó su maleta en un rincón y acercándose al laboratorio
cogió mis enseres personales. Frente al espejo se afeitó silbando, sin darse el
trabajo de quitarse la chompa, la bufanda, ni la boina. Cuando terminó se secó
con mi toalla, me contó algunos chismes del barrio y se fue diciéndome que
regresaría al día siguiente por sus bultos.
Al
día siguiente vino, en efecto, pero no para recogerlos. Por el contrario, me
dejó una docena de libros y dos cucharitas, robadas probablemente en algún
restaurante de estudiantes. Esta vez no se afeitó, pero se dio maña para
comerse un buen cuadrante de mi queso y para que le obsequiara una corbata de
seda. Ignoro para qué, porque jamás usaba camisa de cuello. De este modo sus
visitas se multiplicaron a lo largo de todo el otoño. Mi cuarto de hotel se
convirtió en algo así como una estación obligada de su vagabundaje parisino.
Allí tenía a su disposición todo lo que le hacía falta: un buen pedazo de pan,
cigarrillos, una toalla limpia, papel para escribir. Dinero nunca le di, pero
él se desquitaba largamente en especie. Yo lo toleraba no sin cierta inquietud
y esperaba con ansiedad que encontrara una buhardilla donde refugiarse con
todos sus cachivaches.
Por
fin sucedió algo inevitable: un día Torroba llegó a mi habitación bastante
tarde y me pidió que lo dejara dormir por esa noche.
-Aquí,
no más, sobre la alfombra – dijo señalando el tapiz por cuyos agujeros asomaba
un pido de ladrillos exagonales.
A
pesar de que mi cama era bastante amplia consentí que durmiera en el suelo. Lo
hice con el propósito de crearle incomodidad e impedir de esta manera que
adquiriera malas costumbres. Pero él parecía estar habituado a este tipo de
vicisitudes porque, durante mi desvelo, lo sentí roncar toda la noche, como si
estuviera acostado sobre un lecho de rosas.
Allí
permaneció tirado hasta cerca de mediodía. Para preparar el desayuno tuve que
saltar por encima del cuerpo. Al fin se levantó, pegó el oído a la puerta y
corriendo hacia la mesa se echó un trago de café a la garganta.
-¡Es
el momento de salir! El patrón está en las habitaciones de arriba.
Y se
fue rápidamente sin despedirse.
Desde
entonces, vino todas las noches. Entraba muy tarde, cuando ya el patrón del
hotel roncaba.
Entre
nosotros parecía existir un convenio tácito, pues sin pedirme ni exigirme nada,
aparecía en el cuarto, se preparaba un café y se tiraba luego sobre la alfombra
deshilachada. Rara vez me hablaba, salvo que estuviera un poco borracho. Lo que
más me incomodaba era su olor. No es que se tratara de un olor especialmente
desagradable, sino que era un olor distinto al mío, un olor extranjero que
ocupaba el cuarto y que me daba la sensación, aun durante su ausencia, de estar
completamente invadido.
El
invierno llegó y ya comenzaba a crecer la escarcha en los cristales de la
ventana. Torroba debía haber perdido su chompa en alguna aventura, porque
andaba siempre en camisa tiritando. A mí me daba cierta lástima verlo extendido
en el suelo, sin cubrirse con ninguna frazada. Una noche su tos me despertó.
Ambos dialogamos en la oscuridad. Me pidió, entonces, que lo dejara echarse en
mi cama, porque el piso estaba demasiado frío.
-Bueno
– le dije -. Por esta noche nada más.
Por
desgracia su refriado duró varios días y él aprovechó esa coyuntura para
apoderarse de un pedazo de mi cama. Era una medida de emergencia, es cierto,
pero que terminó por convertirse en rutina. Ida la tos, Torroba había
conquistado el derecho de compartir mi almohada, mis sábanas y mis cobijas.
Brindarle
su cama a un vagabundo es un signo de claudicación. A partir de ese día Torroba
reinó plenamente en mi cuarto. Daba la impresión de ser él el ocupante y yo el
durmiente clandestino. Muchas veces, al regresar de la calle, lo encontré
metido en mi cama, leyendo y subrayando mis libros, comiendo mi pan y llenando
las sábanas de migajas. Se tomó incluso libertades sorprendentes, como usar mi
ropa interior y pintarle antojos a mis delicadas reproducciones de Botticelli.
Lo
más inquietante, sin embargo, era que yo no sabía si él me guardaba cierta
gratitud. Nunca escuché de sus labios la palabra gracias. Es verdad que por las
noches, cuando lo encontraba en uno de esos sórdidos reductos come el Chez
Moineau, rodeado de suecas lesbianas, de yanquis invertidos, y de fumadores de
marihuana, me invitaba a su mesa y me brindaba un vaso de vino rojo. Pero tal vez
lo hacía para divertirse a mis costillas, para decir, cuando yo partía: “Ese es
un tipo imbécil al cual tengo dominado.” Es cierto, yo vivía un poco fascinado
por su temperamento y muchas veces me decía para consolarme de ese dominio:
“Quizás tenga albergado en mi cuarto a un genio desconocido.”
Por
fin sucedió algo insólito: una noche dieron las doce y Torroba no apareció. Yo
me acosté un poco intranquilo, pensando que tal vez había sufrido un accidente.
Pero, por otra parte, me parecía respirar un dulce aire de libertad. Sin
embargo, a las dos de la mañana sentí una piedrecilla estrellarse contra la
ventana. Al asomarme, inclinándome sobre el alféizar, divisé a Torroba parado
en la puerta del hotel.
-¡Aviéntame
la llave que me muero de frío!
Después
de medianoche el patrón cerraba la puerta con llave. Yo se la aventé envuelta
en un pañuelo y regresando a mi cama esperé que ingresara. Tardó mucho, parecía
subir las escaleras con extremada cautela. Al fin la puerta se abrió y apareció
Torroba. Pero no estaba solo: esta vez lo acompañaba una mujer.
Yo
los miré asombrado. La mujer, que estaba pintada como un maniquí y usaba largas
uñas de mandarín, no se dio el trabajo de saludarme. Dio una vuelta teatral por
cuarto y por último se despojó del abrigo, dejando ver un cuerpo apetecible.
-Es
Françoise – dijo Torroba -. Una amiga mía. Esta noche dormirá aquí. Está un
poco dopada.
-¿Sobre
la alfombra? – pregunté.
-No,
en la cama.
Como
quedé dudando, añadió.
-Si
no te gusta el plan, échate tú en el suelo.
Torroba
apagó la luz. Yo quedé sentado en la cama, viendo como ambos se desplazaban en
la penumbra. Probablemente se desvestían, porque el olor – esta vez un olor
desconocido – me envolvió, me penetró por las narices y quedó clavado en mi
estómago como una saeta. Cuando se metieron en la cama, yo salté arrastrando
una frazada y me tendí en el suelo. En toda la noche no pude dormir. La mujer
no hablaba (quizás se había quedado dormida), pero en cambio Torroba trepidó y
rugió hasta la madrugada.
Se
fueron al mediodía. En todo ese tiempo no cruzamos una palabra. Cuando quedé
solo, cerré la puerta con llave y estuve paseándome entre mis papeles y mi
desorden, fumando interminablemente. Al fin, cuando comenzaba a atardecer,
cerré las cortinas de la ventana y empecé a tirar, metódicamente, todos los
objetos de Torroba en el pasillo del hotel. Delante de la puerta de mi cuarto
quedaron amontonados sus calcetines, sus poemas, sus libros, sus mendrugos de
pan, sus cajas y sus maletas. Cuando no quedaba en mi cuarto un vestigio de su
persona, apagué la luz y me tendí en mi cama.
Comencé
a esperar. Afuera soplaba furioso el viento. Al cabo de unas horas sentí los
pasos de Torroba subiendo las escaleras y luego un largo silencio delante de mi
puerta. Lo imaginé estupefacto, delante de sus bienes desparramados.
Primero
fue un golpe indeciso, luego varios golpes airados.
-Eh,
¿estás allí? ¿Qué cosa ha pasado?
No
le respondí.
-¿Qué
significa esto? ¿Te vas a mudar de cuarto?
No
le respondí.
-¡Déjate
de bromas y abre la puerta!
No
le respondí.
-¡No
te hagas el disimulado! Sé muy bien que estás allí. El patrón me lo ha dicho.
No
le respondí.
-¡Abre,
que me estoy amoscando!
No
le respondí.
-Abre,
nieva, ¡estoy todo mojado!
No
le respondí.
-Solamente
me tomo un café y luego me voy.
No
le respondí.
-¡Un
minuto, te voy a enseñar un libro!
No
le respondí.
-¡Si
me abres, traeré esta noche a Françoise para que duerma contigo!
No
le respondí.
Durante
media hora continuó gritando, suplicando, amenazando, injuriando. A menudo
reforzaba sus clamores con algún puntapié que remecía la puerta. Su voz se
había vuelto ronca.
-¡Vengo
a despedirme! Mañana me voy a España. ¡Te invitaré a mi casa! ¡Vivo en la calle
Serrano, aunque no lo creas! ¡Tengo mozos con librea!
A
pesar mío, me había incorporado en la cama.
-¿Así
tratas a un poeta? ¡Fíjate, te regalaré ese libro que has visto tú, escrito e
iluminado con mi propia mano! Me han ofrecido tres mil francos por él. ¡Te lo
regalo, es para ti!
Me
acerqué a la puerta y apoyé las manos en la madera. Me sentía perturbado. En la
penumbra casi buscaba la manija. Torroba seguía implorando. Yo esperaba una
frase suya, la decisiva, la que me impulsara a mover esa manija que mis manos
habían encontrado. Pero sobrevino una enorme pausa. Cuando pegué el oído en la
puerta no escuché nada. Quizás Torroba, al otro lado, imitaba mi actitud. Al
poco rato sentí que levantaba sus cosas, que se le caían, que las volvía a
levantar. Luego, sus pasos bajando la escalera…
Corriendo
hacia la ventana descorrí la punta del visillo. Esta vez Torroba no me había
engañado: nevaba.
Grandes
copos caían oblicuamente, estrellándose contra las fachadas de los hoteles. La
gente pasaba corriendo sobre el suelo blanco, ajustándose el sombrero y
abotonándose los gruesos abrigos. Las terrazas de los cafés estaban iluminadas,
llenas de parroquianos que bebían vino caliente y gozaban de la primera nevada
protegidos por las transparentes mamparas.
Torroba
apareció en la calzada. Estaba en camisa y portaba en las manos, bajo las
axilas, sobre los hombros, en la cabeza, su heteróclito patrimonio. Elevando la
cara quedó mirando mi ventana, como si supiera que yo estaba allí, espiándolo,
y quisiera exhibirse abandonado bajo la tormenta. Algo debió decir porque sus
labios se movieron. Luego empezó una marcha indecisa, llena de meandros, de
retrocesos, de dudas, de tropezones.
Cuando
atravesó el bulevar rumbo al barrio árabe, sentí que me ahogaba en esa
habitación que me parecía, ahora, demasiado grande y abrigada para cobijar mi
soledad. Abriendo la ventana de un manotazo, saqué medio cuerpo fuera de la
baranda.
-¡Torroba!
– grité -. ¡Torroba, estoy aquí! ¡Estoy en mi cuarto!
Torroba
seguía alejándose entre una turba de caminantes que se deslizaban silenciosos
sobre la nieve silenciosa.
-¡Torroba!
– insití -. ¡Ven, hay sitio para ti! ¡No te vayas, Torrobaaa!...
Sólo
en ese momento se dio media vuelta y quedó mirando mi ventana. Pero, cuando yo
creí que iba a venir hacia mí, se limitó a levantar un brazo con el puño
cerrado, con un gesto que era, más que una amenaza, una venganza, antes de
perderse para siempre en la primera nevada.
(París,
1960)
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