MEZCLANDO COLORES: El Grito de Munch, por Fe.Li.Pe.
“Paseaba por un sendero con dos
amigos – el sol se puso – de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve
y me apoyé en una valla muerto de cansancio – sangre y lenguas de fuego
acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad – mis amigos continuaron
y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que
atravesaba la naturaleza”. Así comentó Edvard Munch, famoso pintor
expresionista noruego, el sentimiento momentáneo que le inspiró la creación de “El
Grito” que, en realidad, no es un único cuadro sino cuatro en diferentes
versiones de una misma idea.
El expresionismo se basaba en el
afloramiento de los sentimientos y las emociones sin importar demasiado la
realidad objetiva, por lo que esta se distorsiona en sus formas retorciendo las
líneas y desfigurando los rostros y empleando colores puros y fuertes que
dieran más vigor, agresividad y expresividad al motivo psicológico que el autor
quería plasmar.
Edvard Munch, por su parte, poseía
ya de por sí una personalidad conflictiva y en ocasiones desequilibrada que le
llevó desde ser ingresado ocasionalmente en un hospital mental, hasta
convertirse en uno de los mayores genios de la pintura expresionista. Tuvo una
complicada infancia, pues quedó huérfano de madre a los cinco años, su padre
era un hombre severo y obsesionado por la religión que martirizó a sus cinco
hijos a quienes provocó diversos problemas y su hermana murió, cuando él tenía quince
años, en un psiquiátrico afectada de bipolaridad, y todo ello le fue cargando
de angustia y un creciente vacío existencias que se verán reflejados en sus
obras, sobre todo en la serie titulada “El friso de la vida”, en la que
aparecen sus tres temas principales: el amor, la angustia y la muerte.
“El friso de la vida” es un ciclo
de pinturas sobre cartón o madera que comenzó a realizar a partir de 1890 con
los tres temas que hemos nombrado anteriormente como hilo conductor y en donde
se reflejan instantes de la vida del propio autor. El número de pinturas
asciende a veintidós, aunque él nunca dejó claro cuáles de sus obras pertenecen
a este grupo o no. Munch pretendía con este conjunto hacer un estudio sobre la
vida y su significado reflexionando a partir de las cosas que le iban
ocurriendo a él mismo, así, el amor lo desarrolla a partir de las dos mujeres
que le atormentaron: Milly Thaulow, la esposa de su primo, a quien él llamaba
“señora Heiberg” en sus diarios, que fue el amor de su vida y a la que nunca
tuvo, pero a la que siempre amó, y Tulla Larsen, en la que simplemente buscaba
intereses económicos.
Por otro lado, la muerte le
obsesionaba pues siempre estuvo presente en su vida en tres décadas sucesivas:
primero su madre, luego su hermana Sophie y más tarde su padre. La muerte suele
representarla como una despedida, de dos amantes o de un ser querido, o con
seres paralizados, como ausentes, en cuyos rostros se refleja el vacío, la
nada…
Y todo ello nos conduce hacia el
miedo, la angustia, un elemento característico del acervo cultural nórdico tan
utilizado por Kierkegaard en sus poemas, pero sobre todo presente desde la
niñez en la existencia de Munch y de tal forma, calibre e intensidad que
forjará la verdadera personalidad del pintor y le marcará con sus achaques
nerviosos o su enfermedad ocular o su manera característica de deformar la
realidad en todos sus trabajos, lo que nos devuelve al inicio de este trabajo: “El
Grito”.
Se supone que el lugar desde donde Munch contempló al cielo teñirse de rojo sangre es la colina de Ekeberg, en la ciudad de Oslo, capital de Noruega, pero que por entonces se le denominaba Kristiania, por donde discurría un sendero sobre un acantilado desde el que se divisaba la ciudad y el manicomio en el que fue internada su hermana, y desde el que se lanzaban al vacío numerosos suicidas, que parece ser la disposición que se intenta reflejar en las dos primeras versiones de “El Grito”: “La Desesperación”. En ellas, así como en “Ansiedad”, la pintura que hemos colocado anteriormente, el fondo paisajístico es el mismo: una pasarela de madera, con dos figuras masculinas que se alejan charlando, sobre un acantilado desde el que se vislumbra el puerto de la ciudad bajo la luz del atardecer. Sin embargo en la primera vemos a un hombre de perfil, con sombrero, mirando absorto a la distancia, y en la segunda, más sombría e, incluso, más desesperada, el hombre está algo más de frente al espectador.
Se supone que el lugar desde donde Munch contempló al cielo teñirse de rojo sangre es la colina de Ekeberg, en la ciudad de Oslo, capital de Noruega, pero que por entonces se le denominaba Kristiania, por donde discurría un sendero sobre un acantilado desde el que se divisaba la ciudad y el manicomio en el que fue internada su hermana, y desde el que se lanzaban al vacío numerosos suicidas, que parece ser la disposición que se intenta reflejar en las dos primeras versiones de “El Grito”: “La Desesperación”. En ellas, así como en “Ansiedad”, la pintura que hemos colocado anteriormente, el fondo paisajístico es el mismo: una pasarela de madera, con dos figuras masculinas que se alejan charlando, sobre un acantilado desde el que se vislumbra el puerto de la ciudad bajo la luz del atardecer. Sin embargo en la primera vemos a un hombre de perfil, con sombrero, mirando absorto a la distancia, y en la segunda, más sombría e, incluso, más desesperada, el hombre está algo más de frente al espectador.
En la tercera versión, con el
mismo paisaje e idéntica pasarela con sus figuras al fondo, nos presenta a un
ser totalmente deformado, casi momificado, de ahí quien diga que Munch se
inspiró en una momia peruana que observó en la Exposición Universal de París y que
parece lanzar un grito angustioso llevándose las manos al rostro. De él hay
cuatro versiones, todas sobre cartón: la primera fue realizada en 1893 en
témpera, es la más conocida y la que fue protagonista de un robo en la Galería
Nacional de Oslo, donde se encuentra actualmente, en el 12 de febrero de 1994,
por una banda dirigida por el conocido ladrón de arte noruego Pal Enger, a
plena luz del día y en tan solo cincuenta segundos, pero fue rescatada por la
policía el 7 de mayo del mismo año; la segunda, de 1895, en pastel y la
tercera, de 1910, en témpera, están expuestas en el Museo Munch de Oslo y
también fueron robadas en 2004 y
rescatadas dos años después; y la cuarta, de 1893, a lápiz, pertenece a un
coleccionista particular.
Con colores cálidos al fondo: los
rojos y azules típicos de las puestas de sol noruegas, una luz de semioscuridad
que enmarca un paisaje arremolinado, fluido, como torturado, y una persona en
primer plano que se retuerce casi formando parte del paisaje por donde se
pierden los pasos de dos figuras humanas indiferentes, Munch nos expresa con
fuerza y desgarradoramente la angustia de un ser en su silencioso grito. Tal
vez simplemente pretendía sacar fuera de sí mismo un sufrimiento personal e
interno, o quizá, pretendía ir más lejos y dejar constancia del desaliento del
ser humano, puede que de aquel tiempo, pero, visto lo visto, de cualquier
época, universal.
El cuadro se presentó por primera
vez en una exposición titulada “Amor” como el exponente de la última etapa de
las distintas fases de un idilio: la ruptura. Sin embargo no tuvo nada de éxito
entre la crítica y su arte fue calificado como el de un demente por lo
perturbador e inquietante que resultaba, aconsejando incluso, algún crítico
celoso de lo políticamente correcto, que no fueran mujeres embarazadas a la
exposición porque lo consideraba un arte degenerado, al igual que lo
calificaron los mejores demagogos nazis. En cambio, “El Grito” llegaría a ser
un verdadero icono cultural entre los intelectuales de la década de los sesenta
del pasado siglo y lo ha seguido siendo hasta nuestros días apareciendo su
imagen en diversos productos de moda, como camisetas, pósteres, cerámicas,
etcétera, desactivando así, a causa de su utilización banal, la fuerza emotiva
que contiene.
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