TEMAS E IDEAS: Altos vuelos, por Ancrugon
El padre
Andrés criaba canarios. La ventana de su habitación estaba cubierta de pequeñas
jaulas que desafiaban las leyes de la gravedad y, en su interior, los diminutos
cantores se retaban en combates sonoros que eran la delicia de todo el colegio.
Llegó el
día que ya no cabían las jaulas en las reducidas dimensiones de su alcoba, por
lo que el director le permitió, aunque todos sabían que era más bien una
imposición higiénica, ampliar su criadero en una estancia aledaña a la granja
que surtía a la cocina del centro. Y allí, en una nave bien iluminada y rodeada
de cerezos, el padre Andrés consiguió los mayores logros de su vida sin haber
estudiado nunca a Mendel ni haberse doctorado en genética.
Aquellas
minúsculas aves eran uno de los mayores orgullos de la institución y su nombre
llegó hasta los más insospechados rincones del planeta escrito en las etiquetas
atadas a las pajareras cuando participaban en mil y un concursos de los que,
justo es decirlo, en multitud de ocasiones no volvieron de vacío. Los trofeos
se exponían en la sala de profesores junto con los otros premios conquistados
por las diferentes secciones deportivas del colegio, no muchos estos últimos,
la verdad, y todos los demás galardones, regalos, recuerdos, etcétera, que se
atesoraban como un monumento a la nostalgia ante un futuro incierto.
El padre
Andrés ya hacía años que estaba retirado de la docencia y podía dedicarse por
entero a su afición, pero, ante tanto éxito, pronto vieron las mentes preclaras
del centro que aquello podía contribuir al mantenimiento del mismo, por lo que
decidieron industrializar tal producción y, al poco tiempo, comenzaron a partir jaulas, no sólo con
dirección a los diferentes certámenes, sino hacia otros destinos mucho más
comerciales, por lo que aquellos trinos, gorjeos y cantos se comenzaron a
escuchar por las diferentes calles de
las localidades vecinas y aún más allá. El hecho de separarse de sus pequeños
no habría importado mucho al anciano fraile, pues él mismo había regalado algún
tenor que otro en ciertas ocasiones, pero le dolía tan descarado negocio con
aquellas “almas puras y libres”, y
muchas veces sentenciaba: “Estos seres
están mucho más cerca de Dios que nosotros lograremos estar nunca.” Sin
embargo, las órdenes eran las órdenes y él se debía a su voto de obediencia.
Y pasando
el tiempo, llegó un día en que el padre Andrés, ya muy entrado en años y algo
renqueante en la salud, sobre todo en lo referente sus desgastadas
articulaciones que ya no le respondían como antes, pidió que le asignasen un
ayudante. Como ningún otro fraile estaba dispuesto para tal trabajo, pues todos
tenían sus obligaciones delimitadas y concretas dentro de aquella pequeña
sociedad y al que más o al que menos no le atraía demasiado andar limpiando los
excrementos pajareros, se decidió finalmente que fuese Miguel, un joven con
síndrome de Down del pueblo, que solía visitar con bastante frecuencia el
colegio y, sobre todo, al padre Andrés y sus amigos cantores, quien le echase
una mano en sus ratos libres, que realmente eran muchos. De esta guisa se
mataban dos pájaros de un tiro (aunque en esta historia esta expresión esté de
más), pues se le facilitaba un ayudante al anciano ornitólogo y se le
proporcionaba un quehacer reparador de su autoestima y un poco de dinero al
muchacho.
Pronto se
comprobó que la decisión había sido excelente, ya que los dos criadores
congeniaron de inmediato, jugando, charlando, riendo y comportándose siempre
como dos niños, que a fin de cuentas eso es lo que eran, y la producción
aumentó en cantidad y calidad. “Este
muchacho tiene mano de santo con los animales.” Decía el Prior. “Normal” – respondía el padre Andrés–. “También él es un espíritu puro y libre como
ellos.”
Y así
continuaron las cosas tan felizmente durante un tiempo, hasta que ya no fueron
sólo las articulaciones el problema en el cuerpo cansado del anciano padre, por
lo que se vio obligado a permanecer, contra su ánimo de espíritu, más tiempo de
lo deseado al amparo de su lecho y, de esta forma, Miguel quedó solo al cuidado
de los festivos animalillos, trabajo que siguió realizando con el mismo esmero y
dedicación que antes, pasando todas las tardes, antes de volver a su hogar, por
la habitación del enfermo para darle el parte diario y recibir algunos consejos
además de alegrarle el día. Y allí se gastaban las horas de cada tarde los dos
solos comentando los progresos de Fulanito en el canto, o el plumaje tan
hermoso que había adquirido Zutanito, o la nidada feliz de Menganita.
Pero
ocurrió lo que todos se temían desde hacía algún tiempo y el padre Andrés se
fue a rendir cuentas a otro Prior mucho más alto. Tras la misa y el entierro
todos volvieron más cabizbajos, melancólicos y apenados a sus labores
cotidianas, menos Miguel, quien parecía más excitado, más frenético que de
costumbre, aunque, misteriosamente, menos comunicativo y, nada más volver al
centro, corrió hacia la nave de los canarios como si le fuera la vida en ello.
Todos se preguntaron qué le pasaba, aunque pensaron que sería su manera de
reaccionar ante la muerte de su viejo amigo, por lo que algunos frailes, con el
Prior a la cabeza, se acercaron hasta la enorme pajarera para hablar un poco
con el muchacho y consolarlo en lo que pudieran. Sin embargo, al llegar algo
les llamó la atención, algo que, sin saber definirlo, les decía que había ocurrido
un cambio… Se miraron unos a otros interrogándose, hasta que fue el Padre José,
el profesor de Música, quien dio con la respuesta al exclamar casi en un
susurro: “¡Qué silencio hay aquí!” Y entonces todos cayeron en la cuenta de la enorme
e insólita calma que les había recibido al entrar en un lugar siempre
bullicioso. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando al pasar entre las
estanterías llenas de jaulas vieron todas con sus puertas abiertas y vacías de
contenido.
Encontraron
a Miguel sentado sobre una baranda que daba al río mirando las nubes con una
expresión de felicidad en su poco expresivo rostro. “¿Qué has hecho, Miguel?” Le preguntaron y el joven señaló con su
dedo regordete al cielo. “El Padre Andrés
siempre me decía que ellos eran puros y libres y que estaban hechos para volar…
Ellos querían estar con él y él se ha ido... Con él estarán mejor.” Y les
clavó sus ojos orientales de los que brotaban gotas de brillos inconsolables.
Y una
bandada de cuerpecitos amarillos cubrió aquella tarde el azul pálido del
atardecer volando hacia el ocaso.
Este cuento pertenece a la colección DESDE
MI VENTANA, Sar Alejandría Ediciones – Solvenpas S.L.,
2016, ISBN: 978-84-945655-3-3
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